Advertencia

Este blog ha sido diseñado para que pueda realizarse una lectura, de un texto de San Bernardo, cada día del año. No obstante, en esta fase se unificarán progresivamente los capítulos para que también puedan leerse como pequeños libros completos. Igualmente se añadirán las cartas de San Bernardo, que nos permitirán hacernos una idea cronológica de en qué época y circunstancias fueron hechos tanto los escritos como los sermones (están en un blog aparte)

miércoles, 28 de noviembre de 2012

CONSIDERACIONES DEL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO XI

Capítulo 11


Dime, si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por entero. 
Por poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar a cada cual todo lo  que le corresponde, tal como lo exige la misma naturaleza de  a justicia. Y a su vez, ¿no se llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio. 
Mas no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente la  primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de  olvido. Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos quienes la poseen. 
La justicia busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, )a fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y tan benéfico.

CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO X


Capítulo 10



Dime, si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por entero. 
Por poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar a cada cual todo lo  que le corresponde, tal como lo exige la misma naturaleza de  la justicia. Y a su vez, ¿no se llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio. 
Mas no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente la  primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de  olvido. Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos quienes la poseen. 
La justicia busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, la fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y tan benéfico.

martes, 27 de noviembre de 2012

TRATADO SOBRE EL PAPA EUGENIO: LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO IX

Capítulo 9


Pasando ya a la virtud de la justicia, una de las cuatro cardinales, sabemos que, antes de formarse en ella el espíritu, ya ha sido poseído previamente por la consideración. Porque es menester que primero se recoja en si mismo, para sacar de su interior esa norma de la justicia que consiste en no hacer a otro lo que no se desea  para sí y en no negar a los demás lo que uno quisiera que le  den. Sobre estos dos polos gira toda la virtud de la justicia. Pero ésta nunca va sola. 
LA MUTUA DEPENDENCIA DE LAS CUATRO VIRTUDES 
Examina ahora conmigo su hermosa conexión y coherencia con la templanza, y la que ambas tienen con las otras dos virtudes ya mencionadas: la prudencia y la fortaleza. Porque parte de la justicia es no hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hagan, y su perfección culmina en lo que nos dice el Señor: Todo lo que querríais que hicieran los demás por nosotros, hacedlo vosotros por ellos. Pero ni lo uno ni lo otro lo llevaremos a la práctica si la voluntad misma, en la que se fragua su forma, no va disponiéndose a rechazar lo superfluo y a prescindir de lo necesario con verdadero escrúpulo. Esta disposición es precisamente lo específico de la templanza. Incluso la misma justicia, si no quiere dejar de ser justa,  deberá ser regulada por la moderación de esa virtud. No exageres tu honradez, dice el sabio, a fin de indicarnos que nunca debemos dar por bueno el sentido de lo justo si no es moderado por el  freno de la templanza. Ni la misma sabiduría desdeña este control. Lo dice Pablo con el saber que Dios le dio: No sentir de sí más altamente de lo que conviene sentir, sino aspirando a un sobrio sentir. 
Y al revés. La templanza necesita igualmente de la justicia. Nos lo enseña el Señor en el Evangelio al condenar la templanza de los que sólo ayunaban para ostentar ante la gente su ayuno. Guardaban templanza en el comer, pero no eran justos en su corazón, porque no intentaban agradar a Dios, sino a los hombres. 
Finalmente, ¿cómo poseer esta virtud o la otra sin la fortaleza? Se necesita fortaleza, y no pequeña, para pretender reprimir y rechazarse a sí mismo rígidamente, sin quedarse corto ni pasarse, mientras la voluntad se mantiene en el término medio preciso, riguroso, único, invariable, en el centro mismo, netamente recortado. En esto consiste la fortaleza.

lunes, 26 de noviembre de 2012

SOBRE EL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO VIII





Debes advertir también la suavísima armonía, la conexión  que existe entre las virtudes y su mutua interdependencia. Ahora mismo acabas de contemplar a la prudencia como madre de la fortaleza. Y lo que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad, no un impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de sus propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para satisfacer las necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así nace una tercera virtud, a la que llamamos templanza. 
Y es precisamente la consideración quien nos permite descubrir la intemperancia, tanto si nos empeñamos en privarnos de lo necesario como en regalarnos con nuestros caprichos. Porque no consiste la templanza únicamente en abstenernos de lo superfluo, sino también en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar esta idea, es su propio autor, cuando nos dice  que cuidemos de nuestro cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que no andemos solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo superfluo; y al añadir: dando pábulo a los bajos deseos, no excluye que busquemos lo necesario. Por eso pienso que no será absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda más acá ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne quid nimis.

domingo, 25 de noviembre de 2012

SOBRE EL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO VII

Capítulo 7


Pero una cosa es caer incidentalmente en esas causas, cuando lo apremian razones de peso, y otra entregarse a ellas plenamente, como si se tratara de los asuntos más graves que requieren toda nuestra dedicación. Debería recordarte otras muchísimas razones, si tratara de exponerte todos los argumentos más convincentes, con los consejos más atinados y sinceros. Mas ¿para qué? Corren días malos y ya te he insistido suficientemente en que no te des del todo, ni siempre, a la acción, sino que te reserves para la consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo. Y te lo digo pensando más en tu necesidad que en la equidad, aunque no es contra justicia ceder a lo necesario.  
NECESIDAD DE LA CONSIDERACIÓN 
Es lícito hacer lo que creemos más conveniente. Por tanto, de suyo, siempre y en toda ocasión, se debe preferir la piedad como un valor absoluto. Porque es útil para todo; así nos lo muestra indiscutiblemente nuestra razón. ¿Me preguntas qué es la piedad? Entregarse a la consideración. Tal vez me repliques que en esto disiento de quienes definen la piedad como el culto que se tributa a Dios. Pero no rechazo esta definición. Si lo piensas bien, la mía, al menos en parte, coincide totalmente con ella. Porque lo más esencial del culto a Dios es aquello que nos pide el salmo: Cesad de trabajar y ved  que yo soy Dios. ¿No consiste precisamente en esto la consideración? 
Además, viene a ser lo más útil para todo. Porque incluso sabe anticiparse en cierto modo a la misma acción, ordenando de antemano lo que se debe hacer mediante una eficaz previsión. Esto es fundamental. De lo contrario, cosas que podían haber sido previstas y consideradas con antelación ventajosamente, se llevan a cabo con mucho riesgo por hacerlas precipitadamente. Y no dudo que te haya ocurrido esto con frecuencia a ti mismo; repasa, si no, los procesos de los pleitos, los asuntos más importantes y las decisiones más comprometidas.  
Lo primero  que purifica la consideración es su propia fuente; es decir,el alma, de la cual nace. Además, controla los afectos, corrige los excesos, modera la conducta, ennoblece y ordena la vida y depara el conocimiento de lo humano y de los misterios divinos. Es la consideración la que pone orden en lo que está confuso; concilia lo incompatible, reúne lo disperso, penetra lo secreto, encuentra la verdad, sopesa las apariencias y sondea el fingimiento taimado. La consideración prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo que se ha hecho; así no queda en el alma sedimento alguno de incorrección ni nada que deba ser corregido. Por la consideración se presiente la adversidad en el bienestar, tal como lo dicta la prudencia, y casi no se sienten los infortunios gracias a la fortaleza de ánimo que infunde.

sábado, 24 de noviembre de 2012

LIBRO PRIMERO PAPA EUGENIO: CAPÍTULO VI

 Capítulo 6

QUÉ ES LO QUE PARECE MAS PERFECTO



Escucha, además, lo que piensa al respecto el Apóstol: Así que, ¿no hay entre vosotros ningún entendido que pueda arbitrar entre dos hermanos? Y concluye: Lo digo para vergüenza vuestra. En los pleitos tomáis por jueces a esa gente que en la iglesia no pinta nada. Luego, según el Apóstol, usurpas para ti indignamente un oficio vil, una categoría de las más despreciables. Por eso el mismo Apóstol, instruyendo a otro apóstol, le decía: Nadie que trate de servir a Dios se enreda en asuntos mundanos. Pero yo soy más condescendiente contigo; no te exijo tanto, sino únicamente lo que en realidad está a tu alcance. 
Creo que, en estos tiempos, los hombres que litigan por los bienes materiales y que piden justicia, no tolerarían que les respondieses con una reacción parecida a la del Señor: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?. ¿Qué pensarían inmediatamente de ti? Dirían: Habla como si fuese un rudo ignorante que se olvida de que es el primado; deshonra su Sede suprema y la gloriosa dignidad apostólica. Sí, lo dirían; pero jamás podrían demostrar que apóstol alguno se haya constituido en juez de los hombres, especializado en pleitos sobre lindes o partición de herencias. Lo que sí he visto es que los apóstoles comparecieron para ser juzgados; pero nunca he podido comprobar que se hayan sentado para actuar como jueces. Eso lo harán un día que todavía no ha llegado. ¿o acaso el siervo se rebaja en su dignidad cuando no intenta ser mayor que su señor? No creo que desdiga del alumno no ser superior a su maestro, ni que sea indigno de un hijo no salirse de las prohibiciones que le impusieron sus padres. ¿Quién me constituyó juez? Lo dijo él, el Señor y el Maestro. ¿Puede ahora sentirse ofendido el siervo o el alumno que no se erige en juez universal? 
Tampoco creo que posea un buen criterio quien piense que es indigno de los apóstoles y de sus sucesores carecer de competencia para ser Jueces en toda clase de causas, cuando sólo recibieron potestad para las más trascendentales. ¿Por qué no puede no despreciar el rebajarse a juzgar los pleitos más miserables quienes un día juzgarán a los mismos ángeles del cielo? Tú tienes jurisdicción sobre los delitos, no sobre las posesiones; recibiste las llaves del reino de los cielos para cerrar sus puertas a los pecadores, no a los terratenientes. Para que sepáis -afirma- que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados... ¿Qué potestad y dignidad te parece mayor: la de perdonar los pecados o la de dirimir pleitos? No hay comparación posible. Ya hay jueces para esos asuntos tan ruines y terrenos: ahí están los príncipes y los reyes de este mundo. ¿Por qué te entrometes en competencias ajenas? ¿Cómo te atreves a poner tu hoz en la mies que no es tuya? No es porque tú seas indigno, sino porque es indigno de ti injerirte en causas semejantes, cuando debes ocuparte de realidades superiores. Y si alguna vez lo requiere así un caso especial, conviene que recuerdes no ya mi opinión personal, sino la del mismo Apóstol, que dice: Si vosotros vais a juzgar al mundo, seréis incapaces de juzgar esas otras causas más pequeñas.

viernes, 23 de noviembre de 2012

LIBRO PRIMERO PAPA EUGENIO: CAPÍTULO V



EXHORTACION RESPETUOSA


Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la consideración, ¿podría felicitarte? Por eso no te felicito. Y creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: El que regula sus placeres, se hará sabio. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la consideración. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo todo para todos, alabo tu bondad; a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes de ella a ti mismo? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. De lo contrario, ¿de qué te sirve -de acuerdo con la palabra del Señor ganarlos a todos si te pierdes a ti mismo? Entonces, va que todos te poseen, sé tú mismo uno de los  que disponen de ti. 
¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Hasta cuándo vas a ser un aliento fugaz que no torna? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo? 
El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo v el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como de una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia, ¿qué será del que se queda sin él mismo? Riega las calles con tu manantial, beban  de él hombres, jumentos y animales, sin excluir siquiera a los camellos del criado de Abrahán; pero bebe tú también con ellos del caudal de tu pozo. No lo repartas con extraños. ¿o es que tú eres un extraño? ¿para quién no eres un extraño, si lo eres para ti mismo? 
En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo. ¿Qué mayor condescencia? Lo digo por exigencia de la caridad más que de la justicia. Y creo que soy contigo más indulgente que el propio Apóstol. ¿Y más de lo conveniente?, me dirás. Pero no me preocupa; ¿qué más da, si así conviene? Porque confío en que tú no te conformarás con mi tímida exhortación, sino  que la superarás. En realidad, lo mejor sería que tu generosidad  superara mi audacia. A mí me parece más seguro equivocarme ante tu majestad que no quedarme corto por mi timidez. Quizá fuera preferible amonestarle al sabio, como lo he hecho, según lo  que está escrito: Ofrécele la ocasión al sabio, y será más sabio todavía.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

CONSIDERACIONES SOBRE EL PAPA EUGENIO: LIBRO I. CAPÍTULO IV

Capítulo 4

No me repliques ahora con las palabras del Apóstol, cuando dice: Siendo yo libre de todos, a todo me esclavicé. Porque no puedes aplicártelas a ti mismo. El no servía a los hombres como un esclavo para que consiguieran ventajas inconfesables. No acudían a él de todas las panes del mundo los ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrílegos, concubinarios, incestuosos y otros monstruos de parecido ralea para conseguir o conservar mediante su autoridad apostólica títulos eclesiásticos.
Es cierto que se hizo siervo de todos aquel hombre cuya vida era Cristo y para quien morir era una ganancia. De este modo quería ganar a muchos para Cristo; pero no pretendía amontonar tesoros por su avaricia. No puedes tomar como modelo de tu servil conducta a Pablo por la sagacidad de su celo, ni por su caridad tan libre como generosa. Sería mucho más digno para tu apostolado, más saludable para tu conciencia y más fecundo para la Iglesia de Dios, que escucharas al mismo Pablo cuando dice en otro lugar: Habéis sido rescatados con un precio muy alto; no os hagáis ahora esclavos de los hombres.
¿Puede haber algo más servil o indigno de un Sumo Pontífice como desvivirse por estos negocios, no digo ya cada día, sino en todo momento? ¿así, qué tiempo puede quedarnos para orar? ¿Cuántas horas reservamos para adoctrinar a los pueblos? ¿Cómo edificamos la iglesia? ¿Cuándo meditamos la ley del Señor? Y venga a tratar de leyes a diario en palacio, pero sobre las de Justiniano; no sobre las del Señor. ¿También eso es justo? ¿allá tú. La ley del Señor es perfecta y alegra el corazón. Pero esas otras no son propiamente leyes, sino pleitos y sofisterías que trastornan el Juicio. Y tú, el pastor y guardián de las almas, ¿con qué conciencia puedes tolerar que la ley quede sofocada entre el bullicio de los litigios?
Estoy seguro de que te muerden los escrúpulos por tanta perversidad. Y hasta me imagino que más de una vez te verás obligado a exclamar ante el Señor, como el profeta: Me contaron los malvados sus intenciones, pero no hay nada como tu ley. Ven ahora y atrévete a decirme que gozas de libertad bajo la mole aplastante de tantos impedimentos ineludibles. A no ser que puedas evitarlo y no lo quieras. En ese caso estarías mucho más esclavizado por ser siervo de una voluntad tan degradada como la tuya. ¿o no es un esclavo aquel a quien le domina la iniquidad? Y más que nadie. Aunque tal vez para ti sea una abyección mayor ser dominado por otro hombre que ser esclavo de un vicio. ¿Y qué importará ser esclavo por propia complacencia o forzosamente, si al fin lo eres? La esclavitud forzosa es digna de lástima; pero más degradante será la esclavitud deseada. ¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.

PAPA EUGENIO: LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO III

                                      Capítulo 3


EL EXCESO Y POCA DIGNIDAD DE SUS OCUPACIONES


Yo te preguntaría: ¿Qué es eso de estar desde la mañana hasta la noche presidiendo juicios y escuchando a litigantes? Ojalá le bastara a cada día su malicia. Pero no; no te quedan libres ni las noches. Apenas has descansado un poco, para que tu pobre cuerpo se recupere algo, y ya tienes que levantarte de nuevo para acudir a los juicios. Un día le pasa a otro sus pleitos y la noche lega a la noche su maldad; y sin respiro alguno no sacas un momento para orar, ni para entreverar algo el trabajo con el descanso y menos todavía tienes un intervalo de ocio, aunque sea corto. Sé que tú también lo deploras, pero inútilmente, si no haces todo lo posible por remediarlo. Yo quisiera que al menos lo lamentes de momento, para que no te endurezca tan absorbente ocupación. Los herí y no han sentido dolor, dice Dios. ¡Qué no seas tú como ellos! Mira de identificarte más bien con lo que dice el justo y con sus sentimientos: ¿Qué fuerzas me quedan para resistir? ¿Qué destino espero para tener paciencia?. ¿soy tan resistente romo la piedra. ¿es acaso de bronce mi carne? 
Gran virtud, por cierto, la paciencia. Pero en este caso no me gustaría que   tuvieras tú. Hay ocasiones en que es preferible saber impacientarse. No creo que apruebes la paciencia a la que Pablo se refería: Con gusto soportáis a los insensato, vosotros que sois sensatos. Si no me equivoco, aquí hay clarísima ironía y no alabanza, mordaz reprensión de la mansedumbre de algunos que, entregándose a los falsos apóstoles y seducidos por ellos, toleran con falsa paciencia que les arrastren a sus extraños y depravados dogmas. Por eso añade: si alguien os esclaviza, se lo aguantáis. 
No consiste la paciencia en consentir que te degraden hasta la esclavitud, cuando puedes mantenerte libre. Y no quisiera que pase inadvertida por ti esa servidumbre.en la que día a día te estás hundiendo sin darte cuenta. No sentir la continua vejación propia es un síntoma de que el corazón se haya embotado. Los azotes os servirán de lección, dice la Escritura. Lo cual es verdad; pero si no son excesivos. Cuando lo son, nada enseñan, porque provocan repugnancia. Cuando el impío llega al fondo del mal, todo lo desprecia. Espabílate y ponte alerta. Que te horrorice el yugo que te viene encima y te oprime con su odiosa esclavitud. 
No creas que sólo quien sirve a un único señor es esclavo, sino también el que, sin serlo, está a disposición de todos. No existe peor ni más opresora servidumbre que la esclavitud de los judíos. Allí donde vayan la llevan consigo, y en todas partes son molestos para sus señores: Confiésalo también tú, por favor. ¿Dónde te sientes libre? ¿Dónde te ves seguro, dónde eres tú mismo? A todas partes te sigue la confusión, te invade el bullicio y te oprime el yugo de tu esclavitud. 

martes, 20 de noviembre de 2012

CONSIDERACIONES DEL PAPA EUGENIO. LIBRO PRIMERO. CAPÍTULO SEGUNDO

Capítulo 2

En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, por no poder soportar más el dolor, llegues, desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones,  que son tantas, por no poder esperar  que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable. 
Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Y no me preguntes qué es esa dureza de corazón Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Díselo al faraón. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia --como dice el profeta-, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión, ni se conmueve en  a oración. No cede ante las amenazas y se encrespa con los golpes. Es ingrato a los bienes que recibe, desconfiado de los consejos, cruel en sus juicios, cínico ante lo indecoroso, impávido entre los peligros, inhumano con los hombres, temerario para con lo divino. Todo lo echa a la espalda, nada le importa el presente. No teme el futuro. Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron. No se aprovecha del presente y el futuro únicamente lo imagina para maquinar y organizar la venganza. En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre. 
Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; y si me permites que sea para ti otro Jetró, te diría que te agotas en un trabajo insensato, con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?

domingo, 18 de noviembre de 2012

CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO: LIBRO PRIMERO ARTÍCULO PRIMERO


 LIBRO PRIMERO


CONDOLENCIA POR SUS OCUPACIONES

Capítulo 1


¿Por dónde comenzaría? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen, me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero ni se me ocurre pensar eso de ti.  
Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo. Todo lo contrario. A no ser que quieras ocultarlo, te sobran razones para sufrir justificadamente por las fatigas que te reserva cada día. Si no me engaño te arrancaron de los brazos de tu querida Raquel,  contra tu voluntad, y ese dolor has de revivirlo inevitablemente cuantas veces tienes que soportar las consecuencias. 
¡Cuándo te sucede eso? Siempre que intentas algo inútilmente sin poder llevarlo a cabo. ¡Cuántos esfuerzos sin éxito! ¡Cuántos dolores de parto sin dar a luz! ¡Cuántos afanes frustrados! ¡Cuántas cosas tienes que abandonar nada más comenzarlas! ¡Y cuántos planes caen por tierra nada más concebirlos Han llegado los hijos hasta el cuello del útero -dice el profeta- y no hay fuerza para alumbrarlos. ¿No lo has experimentado ya? Nadie lo sabe mejor que tú. Tendrían que haberse debilitado tus facultades mentales o deberías ser como la novilla de Efraín, que trillaba a gusto, si es que te has acomodado a tu situación sin recuperación alguna. Pero no; eso sería propio de quien ya se  ha rendido ante la reprobación. Te deseo sinceramente la paz, pero no una paz que nazca de tu conformismo. Sería muy alarmante para mi que gozarás de esa paz. ¿Te extrañaría que pudieses llegar a ese extremo? Te aseguro que es posible; ordinariamente la fuerza de la costumbre lleva a la despreocupación.


viernes, 16 de noviembre de 2012

TRATADO DE LA CONSIDERACIÓN DEL PAPA EUGENIO: PRÓLOGO



TRATADO DE LA CONSIDERACIÓN

San Bernardo 


 PROLOGO

Irrumpe en mi interior, beatísimo papa Eugenio, un deseo incontenible de dictar algo que te edifique, te agrade y te consuele. Pero vacilo entre hacerlo o no, pues dudo que pueda salir de mí una exhortación que debería ser libre y al mismo tiempo moderada; ya que me hallo como envuelto en una lucha entre dos fuerzas contrarias, impulsado por mi amor y frenado por tu majestad. Mientras ésta me inhibe, el amor me apremia. 
Pero entra en lid tu condescendencia y no me lo mandas sencillamente, sino que te rebajas a pedírmelo, cuando te correspondía ordenármelo. ¿Cómo podrán resistirse más mis temores, si tu propia majestad es tan deferente conmigo? No me mediatiza que hayas sido elevado a la cátedra pontificia. El amor desconoce lo que es el señorío y reconoce al hijo aun bajo la tiara. Es sumiso por naturaleza, obedece espontáneamente, accede desinteresadamente, desiste generosamente. Aunque no todos son así, no todos; porque muchos se deban llevar de la codicia o del temor. Esos son los móviles de quienes en apariencia te alaban; sin embargo, en su corazón anida la maldad. Te adulan con sus reverencias y luego te abandonarían en la desgracia. En cambio, el amor nunca desaparecerá. 

Yo, a decir verdad, me encuentro liberado de mis servicios maternales contigo, pero no me han arrancado el afecto de madre. Hace mucho que te llevo en las entrañas y no es tan fácil que me arranquen un amor tan íntimo. Ya puedes subir a los cielos o bajar a los abismos, que no acertarás a separarte de mí; te seguiré a donde vayas. Amé al que era pobre en su espíritu; amaré al que ahora es padre de pobres y ricos. Llegué a conocerte bien y sé que no has dejado de ser pobre en el espíritu, aunque te hayan hecho el padre de los pobres. Confío que se haya realizado en ti ese cambio, pero no a tu costa; tu promoción no ha conseguido cambiar tu condición anterior, sino solamente sobreañadirse a ella. Te amonestaré, pues, no como un maestro, sino como una madre. Tal como le corresponde al que ama. Quizá parezca más bien una locura, pero lo será para el que no ama ni siente la fuerza del amor.

 

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXXI


Capítulo 31

LOS MONJES QUE VIENEN A NOSOTROS DE OTRAS ORDENES     

    Me consta que algunos, procedentes de otras congregaciones e institutos, se dieron demasiada prisa para acudir e ingresar en nuestra Orden. Pero entre los suyos sembraron el escándalo y a nosotros nos perjudicaron. A ellos por su temeraria huida y a nosotros porque nos perturbaron con su pobre manera de vivir como monjes. Además, despreciaron altivamente lo que ya tenían e intentaron temerariamente lo que les superaba; al fin Dios les hizo descubrir su equivocación acabando como tenían que acabar.  Efectivamente, terminaron abandonando descaradamente lo que imprudentemente abrazaron y vergonzosamente se volvieron a lo que habían dejado sin verdaderas razones. Sólo buscaban nuestros claustros porque eran incapaces de de vivir pacientemente dentro de su Orden, y no porque deseasen la nuestra. Ahora se muestran tal como son, yendo y viniendo de vuestros monasterios a los nuestros, y de los nuestros a los vuestros con una veleidad tan inestable, que nos escandalizan a nosotros, a vosotros y a todos los hombres de sentido común. Es verdad que también hemos conocido a otros que, con la gracia de Dios, comenzaron con toda decisión y, con su ayuda, perseveran con mayor tesón todavía. Sin embargo, es mucho más seguro continuar allí donde comenzamos que volver a empezar en otra Orden donde no vamos a perseverar. De todas maneras, lo que unos y otros hemos de intentar es cumplir lo que nos aconseja el Apóstol: "Todo lo que hagáis, que sea con amor". Esto es lo que yo pienso a propósito de esa polémica entre vuestra Orden y la nuestra. Esto es lo que suelo decir a los nuestros y a los vuestros; lo que me gusta no sólo comentar sobre vosotros, sino manifestaros directamente a vosotros mismos, y esto lo sabes tú muy bien, porque nadie me conoce como tú. Todo lo que en vosotros considero laudable, lo alabo y lo elogio. Y en lo que me parece menos recto, trato de exhortaros a ti y a otros amigos míos para que  lo enmendéis. Esto no es detracción, sino atracción. Te ruego y suplico que procedáis siempre con nosotros de la misma manera. Saludos.

APOLOGÍA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXX


Capítulo 30   

      Un tema tan complejo como éste me da pie para entenderme mucho más. Pero me apremian mis propias ocupaciones, bastante absorbentes, y tu prisa para marcharte, querido Ogerio, pues no estás dispuesto a demorarte más ni quieres irte sin este nuevo opúsculo. Por eso voy a satisfacer tu doble deseo. Te dejo partir y resumo lo que aún me falta. Por otra parte, es mejor decir poco con paz que mucho con escándalo. Y ojalá que ese poco lo haya escrito sin escandalizar a nadie. Pues sé muy bien que fustigando vicios se ofende a sus autores. Aunque también podría suceder, con el querer de Dios, que algunos a quienes yo temo exasperar, quizá lo lean a gusto, si es que se corrigen de sus vicios.
    Concretando. Todo dependerá de que los monjes más rigurosos dejen de murmurar y los más relajados corten con lo superfluo. Así, cada uno conservaría el don que posee, sin juzgar al que no lo tiene; si el que ya optó por lo mejor no envidia a los que son mejores y el que cree obrar mejor no desprecia la bondad del otro; si los que pueden vivir más rigurosamente no vilipendian a los que  no pueden hacerlo y éstos admiran a los primeros, pero sin pretender imitarlos temerariamente. A los que ya profesaron una vida más rigurosa no les está permitido descender a otra menos exigente sin caer en la apostasía. Lo cual no quiere decir que haya que llegar a la conclusión de que todos deberían pasarse de observancias menores a otras mayores, no sea que caigan en la ruina.

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO; CAPÍTULO XXIX


Capítulo 29 

     Pero en los capiteles de los claustros, donde los hermanos hacen su lectura, ¿qué razón de ser tienen tantos monstruos ridículos, tanta belleza deforme y tanta deformidad artística? Esos monos inmundos, esos fieros leones, esos horribles centauros, esas representaciones y carátulas con cuerpos de animal y caras de hombres, esos tigres con pintas, esos soldados combatiendo, esos cazadores con bocinas... Podrás también encontrar muchos cuerpos humanos colgados de una sola cabeza, y un solo tronco para varias cabezas. Aquí un cuadrúpedo con cola de serpiente, allí un pez con cabeza de cuadrúpedo, o una bestia con delanteros de caballo y sus cuartos traseros de cabra montaraz. O aquel otro bicho con cuernos en la cabeza y forma de caballo en la otra mitad de su cuerpo. Por todas partes aparece tan grande y prodigiosa variedad de los más diversos caprichos, que a los monjes más les agrada leer en los mármoles que en los códices, y pasarse todo el día admirando tanto detalle sin meditar en la ley de Dios. ¡Ay Dios mío! Ya que nos hacemos insensibles a tanta necedad, ¿cómo no nos duele tanto derroche?

jueves, 15 de noviembre de 2012

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXVIII


Capítulo 28

CUADROS Y ESCULTURAS. EL ORO Y LA PLATA EN NUESTROS MONASTERIOS 
      
       Esto no es nada. Vayamos a cosas más graves, pero que pasan inadvertidas por lo frecuentes que son. No me refiero a las moles inmensas de los oratorios, a su desmesurada largura e innecesaria anchura, ni a la suntuosidad de sus pulimentadas ornamentaciones y de sus originales pinturas, que atraen la atención de los que allí van a orar, pero quitan hasta la devoción. 
   A mí me hacen evocar el antiguo ritual judaico. Claro que todo esto es para la gloria de Dios. ¡No faltaba más! Pero yo, monje, pregunto a los demás monjes aquello que un pagano preguntaba a otros paganos: Decidme, pontífices, qué hace el oro en el santuario. Pero lo planteo de otra manera, porque no me fijo en la letra del verso, sino en su espíritu: Decidme, pobres, si es que lo sois, ¿qué hace el oro en el santuario? Porque una es la misión de los obispos  y otra la de los monjes. Ellos se deben por igual a los sabios y a los ignorantes, y tienen que estimular la devoción exterior del pueblo mediante la decoración artística, porque no les bastan los recursos espirituales. 
   Pero nosotros, los que ya hemos salido del pueblo, los que hemos dejado por Cristo las riquezas y los tesoros del mundo con tal de ganar a Cristo, lo tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su sonoridad, lo que embriaga con su perfume, lo que halaga por su sabor, lo que deleita en su tacto. En fin, todo lo que satisface a la complacencia corporal.
     ¿Y podemos pretender ahora que estas cosas exciten nuestra devoción? ¿Qué finalidad perseguiríamos con ello? ¿Que queden pasmados los necios o que nos dejen sus ofrendas los ingenuos? Quizá sea que vivimos aún como los paganos y hemos asimilado su conducta rindiéndonos ante sus ídolos. O hablando ya con toda sinceridad y sin miedo, ¿no nacerá todo esto de nuestra codicia, que es una idolatría? Porque no buscamos el bien que podamos hacer, sino los donativos que van a enriquecernos. Si me preguntas, ¿de qué manera? Te respondería: de una manera originalísima. Hay un habilidoso arte que consiste en sembrar dinero para que se multiplique. Se invierte para que produzca. Derrocharlo equivale a enriquecerse. Porque la simple contemplación de tanta suntuosidad, que se reduce simplemente a maravillosas vanidades, mueve a los hombres a ofrecer donaciones más que a orar. De este modo, las riquezas generan riquezas. El dinero atrae al dinero, pues no sé por qué secreto, donde más riquezas se ostentan, más gustosamente se ofrecen las limosnas. Quedan cubiertas de oro las reliquias y deslúmbranse los ojos, pero se abren los bolsillos. Se exhiben preciosas imágenes de un santo o de una santa, y creen los fieles que es más poderoso cuanto más sobrecargado esté de policromía. Se agolpan los hombres para besarlo, les invitan a depositar su ofrenda, se quedan pasmados por el arte, pero salen sin admirar su santidad. No cuelgan de las paredes simples coronas, sino grandes ruedas cuajadas de pedrerías, rodeadas de lámparas rutilantes por su luz y por sus ricas piedras engarzadas. Y podemos contemplar también verdaderos árboles de bronce, que se levantan en forma de inmensos candelabros, trabajados en delicados filigranas, refulgentes por sus numerosos cirios y piedras preciosas. 
   ¿Qué buscan con todo esto? ¿La compunción de los convertidos o la admiración de los visitantes? Vanidad de vanidades. ¿Vanidad o insensatez? Arde de luz la iglesia en sus paredes y agoniza de miseria en sus pobres. Recubre de oro sus piedras y deja desnudos a sus hijos. Con lo que pertenece a los pobres, se recrea a los ricos. Encuentran dónde complacerse los curiosos y no tienen con qué alimentarse los necesitados. Y encima, ni siquiera respetamos las imágenes de los santos que pululan hasta por el pavimento que pisan nuestros pies. Más de una vez se escupe en la boca de un ángel o se sacude el calzado sobre el rostro de un santo. Si es que llegamos a no poder prescindir de imágenes en el suelo, ¿por qué se han de pintar con tanto esmero? Es embellecer lo que en seguida se va a estropear. Es pintar lo que se va a pisar. ¿Para qué tanta imagen primorosa empolvándose continuamente? ¿De qué le sirve esto a los pobres, a los monjes y a los hombres espirituales? 
   A no ser que respondamos a aquella pregunta del poeta con las palabras del salmo: "Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria". En ese caso lo toleraría, pues aunque son nocivas las riquezas para los superficiales y los avaros, no lo son para los hombres sencillos y devotos.

domingo, 11 de noviembre de 2012

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXVII


Capítulo 27

LA INHIBICION DE LOS ABADES    

      La Regla dice que el maestro se hace responsable de todos los delitos de sus discípulos, y el Señor amenaza por su profeta a los pastores con pedirles cuenta de la sangre de los que mueren en pecado. Por eso me asombra ver que nuestros abades consientan tantas cosas. Pero es que, por otra parte, y lo digo con toda franqueza, ¿quién puede tener coraje para reprender a otros cuando tampoco él se ve irreprochable? Efectivamente, comprendo que es muy humano no enfrentarse a los demás por cosas en las que uno condesciende consigo mismo. Pero lo voy a decir, sí; me parece muy duro, mas debo decir la verdad. ¿Será posible que la luz del mundo se haya hecho tiniebla? ¿Cómo es que la sal se ha vuelto sosa? Los que con su vida debieran haber sido sendero hacia la vida, han pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos por el ejemplo de soberbia que brindan con sus obras.
LA SUNTUOSIDAD DE LAS CABALGADURAS 
     Voy a callar muchas cosas. Pero ¿qué ejemplo de humildad nos pueden dar ellos cuando viajan haciendo ese alarde de séquitos majestuosos y de nutrida caballería, acompañados y servidos por tantos criados de acicaladas pelucas, hasta el grado de que el acompañamiento de un solo abad podría muy bien ser suficiente para dos obispos?
   Miento si no vi con mis propios ojos a un abad que llevaba en su comitiva más de sesenta caballos. Dirías, al verlos pasar, que no son padres de un monasterio, sino señores de un castillo; que no parecen maestros espirituales, sino dueños de provincias enteras. Ordenan llevar consigo manteles, vasos, platos, candelabros y maletas que revientan, no porque vayan llenas de simples colchas, sino de lujosos adornos para sus lechos. Son incapaces de alejarse apenas cuatro leguas de sus casas sin movilizar todo su equipaje; como si se pusiera en marcha un ejército o tuvieran que atravesar un desierto en el que no iban a encontrar ni lo más indispensable. ¿Es que no pueden usar el mismo vaso para beber el vino y para echar agua en sus manos? ¿Es que no vas a pegar ojo si no te acuestas sobre varios colchones y no te cubres con los cobertores más caprichosos? ¿Es que no puede servirte un mismo criado para atar el caballo, servir la mesa y preparar las camas? ¿Por qué no llevamos con nosotros todo lo necesario para esa caterva de criados y caballos? Así aliviaríamos al menos la sobrecarga de tanta molestia para nuestras hospederías.

APOLOGÍA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXVI


Capítulo 26


       Me diréis que la religión no depende del alma, porque radica en el corazón. De acuerdo. Pero tú vas de ciudad en ciudad a comprar tela para las cogullas y recorres los mercados, te metes por las feria, miras en todos los puestos, revisas todas sus existencias, obligas a que te muestren todas las piezas, las tocas con los dedos, las miras a la luz del sol y vas rechazando una tras otra, o porque son demasiado gruesas o porque no te gusta el color; hasta que al fin encuentras la que te agrada por la calidad de su tejido y por el matiz de su tinte; y te quedas con ella sin que te asuste su precio, por exagerado que sea. Dime. ¿Haces esto con toda sencillez o porque ahí está todo tu corazón? Cuando, contra lo que dice la Regla, no te limitas a comprar lo más barato, y rebuscas afanosamente hasta dar con lo mejor, comprando lo más caro, ¿cómo lo haces: sin advertirlo o con deliberada intención? Porque sabemos muy bien que todos nuestros vicios salen al exterior de lo que se almacena en el corazón. Un corazón vanidoso deja en el porte exterior la marca de su vanidad. La afectación exterior es un indicio de la vanidad interior. Las ropas refinadas indican molicie de espíritu. No se preocuparía tanto de engalanar su cuerpo quien antes no hubiera descuidado cultivar su espíritu con las virtudes.

APOLOGÍA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXV

Capítulo 25


       Y hoy, ¿dónde encontramos aquella unanimidad y concordia? Dispersos en lo exterior y desviados de los bienes auténticos y eternos del reino, que está dentro de nosotros, buscamos fuera la compensación vacía de las vanidades y falsas locuras, hasta llegar a perder lo más genuino de la primitiva religión y sus mismos signos externos. Porque incluso el hábito -y lo digo con dolor-, que era una prenda clarísima de humildad, es ahora en nuestros monjes un testimonio de arrogancia. Por eso difícilmente podremos encontrar en nuestra región tejidos como para poder vestirnos nosotros. Monjes y soldados, indistimamente, llevan su cogulla o su clámide de la misma calidad. Y cualquier seglar, por muy distinguida que sea su posición, aunque sea el rey o el mismo emperador, aceptaria nuestra ropa par su usó simplemente arreglándola y adaptándola a su estado de vida.

APOLOGÌA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXIV: EL VESTIDO LUJOSO O ARROGANTE

Capítulo 24 

EL VESTIDO LUJOSO O ARROGANTE

        
       Otros se afanan por vestirse no con lo más común, sino con lo más rebuscado. Y no para abrigarse mejor, sino por pura ostentación. No se sigue el criterio de la Regla comprando lo más barato, sino lo que se pueda llevar con más lujo y afectación. ¡Qué desgracia, puede pensar cualquiera que se tenga por monje, tener que vivir el espectáculo que ha llegado a dar nuestra Orden! Una Orden que fue la primera en toda la Iglesia. Con ella precisamente nació la Iglesia. No había en la tierra otra como ella, tan parecida a los coros angélicos. Ninguna más próxima a la Jerusalén celestial, nuestra Madre, por la nitidez se su pureza y por el fuego de su amor, pues sus fundadores fueron los Apóstoles y a sus iniciadores les llama santos muchas veces el apóstol Pablo. Nadie en aquella comunidad guardaba para sí lo que era suyo; todo lo distribuían según lo que necesitaba cada uno, y no para satisfacer sus pueriles caprichos. Como nadie recibía más que lo necesario, no tenían ni siquiera ocasión de poseer nada superfluo o especial, y menos aun nada singularmente llamativo. 
   Aplicando la frase según lo que necesitaba cada uno a las prendas de vestir, significa que eran las imprescindibles para cubrirse y abrigarse. ¿O piensas que para vestirse compraban telas de seda y para ir a caballo montaban mulas de doscientos sueldos de oro? ¿Crees que cubrían sus lechos con pieles de animales raros o con edredones de variados colores? No. Justamente se le daba a cada uno lo necesario. No podrían preocuparse demasiado del precio, de la calidad o del color de la ropa si pusieran toda su alma en la mutua concordia, en su unidad espiritual y en el cultivo de la virtud. En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.

APOLOGIA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXIII



Capítulo 23



    Y para colmo, con el fin de distinguir a los santos de los enfermos, han de llevar unos bastones que no los necesitan, sino como señal de una enfermedad inexistente, ya que carecen de esos síntomas comunes que son la delgadez del cuerpo o la palidez del rostro. ¿Qué podremos hacer? ¿Reírnos u llorar por tanta insensatez? ¿Fue así como vivió Macario? ¿Es esto lo que nos enseñó Basilio? ¿Fue esto lo que instituyó Antonio? ¿Sería ésa la vida que llevaron nuestros Padres en Egipto? Y los santos Odón, Mayolo, Odilón y Hugo, de quienes ellos se ufanan por considerarlos como insignes maestros suyos y de su orden, ¿vivieron así o establecieron algo semejante? Ninguno de ellos, si fueron santos o, mejor, porque lo fueran, pudo disentir del Apóstol cuando nos dice: "Teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos". Mas para nosotros, comer es hartarnos, y vestirnos es andar siempre elegantísimos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXII


Capítulo 22

     Vuelvo a la cama, y si me preguntan qué me pasa, me quejo de que no me encuentro bien y de que no tengo ganas de comer; pero soy incapaz de confesar que he bebido demasiado. 
LOS MONJES SANOS QUE SE INSTALAN EN LA ENFERMERIA 
     Más ridículo todavía resulta lo que muchos me han contado dándolo por cierto; por eso no me parece justo dejarlo pasar por alto. Aseguran, efectivamente, que monjes aún jóvenes, sanos y robustos, abandonan la vida de comunidad para instalarse en la enfermería sin estar enfermos. Así pueden comer carne habitualmente, cosa que la sobriedad de nuestra Regla se lo permite solamente y a duras penas a los enfermos y verdaderamente débiles, para que se repongan. Ellos no; no es que necesiten reparar los achaques de un organismo que ya está arruinándose; sólo desean satisfacer sus ansias de comer carne. Yo me pregunto, ¿qué seguridad puede tener el que abandona las armas, como si ya hubiese acabada la guerra con el triunfo sobre el enemigo, cuando en pleno combate deslumbra el fulgor de las lanzas y vuelan en todas direcciones las flechas del contrario? ¿Con qué garantía pueden contar los que se pasan las horas muertas comiendo y revolcándose desnudos sobre mullidos lechos? ¡Qué valientes sois, cobardes! Mientras vuestros compañeros, cubiertos de sangre, pelean con la muerte, vosotros a comer los más exquisitos manjares y a dormir hasta media mañana. Los demás, no; que velen día y noche sin descanso estrujando hasta el límite su tiempo, porque corren días malos. Pero vosotros os pasáis toda la noche durmiendo a placer y dejáis que corran las horas  del día charlando y sin dar golpe. 
     Encima diréis que hay paz cuando no hay paz. ¿Cómo no os morís de vergüenza, al escuchar la indignada reprensión que os lanza el Apóstol? Todavía no habéis luchado hasta derramar sangre. ¿No os asusta este espantoso trueno con que os amenaza? Cuando están diciendo que hay paz y seguridad, entonces les caerá encima de improviso el exterminio, como los dolores a una mujer encinta, y no podrán escapar. Es una medicina demasiado melindrosa vendarse antes de ser herido, quejarse de las llagas que aún no han aparecido, parar el golpe que aún no nos han dado, poner pomadas donde no nos duele, aplicar emplastos donde no hay herida.

viernes, 2 de noviembre de 2012

APOLOGÍA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXI


Capítulo 21

LA BEBIDA 
    No puedo ni sugerir que nos contentemos con beber agua, cuando ni siquiera soportamos beber el vino mezclado con agua. Porque todos sin excepción, en cuanto nos hicimos monjes, por lo visto comenzamos a padecer del estómago, a juzgar por nuestra fidelidad en cumplir el consejo tan oportuno del Apóstol acerca del vino. Pero no sé por qué nos olvidamos del adverbio con que matiza su frase: "móderamente". Y ojalá nos limitáramos a beber el vino sin mezclarlo, por selecto que sea. Vergüenza da decirlo; pero más bochornoso es hacerlo que decirlo. Y si nos sonroja el escucharlo, avergoncémonos también de no enmendarnos.
  Cuando te sientes a la mesa, podrás observar cómo un monje devuelve tres o cuatro tazas medio llenas, después de haber olfateado diversos vinos sin beberlos, pero probados ya casi sin rozarles los labios, como un consumado catador que con experta rapidez elige al fin el más fuerte y exquisito. Los días de solemnidad ha llegado a imponerse en algunos monasterios la costumbre de beber en el refectorio vinos rociados de miel y espolvoreados con especias. ¿También esto lo hacen por debilidad del estómago? Seamos sinceros; se trata solamente de poder beberlo en abundancia y paladearlo con mayor deleite. 
  Cuando ya las venas se hinchan con tanto vino y el pulso martillea en las sienes, ¿qué puede hacer el que se levanta de la mesa en esas condiciones sino echarse a dormir? Pero luego no le obligues a que se levante a vigilias, porque no arrancarás de él melodía alguna, sino suspiros.

APOLOGÍA DIRIGIDA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XX


Capítulo 20

LOS EXCESOS EN LA COMIDA     

       En este ambiente se sirven platos y más platos. Y a falta de carne, de la que todavía se guarda abstinencia, se repiten los más exquisitos pescados. Cuando ya te has saciado de los primeros platos, si pruebas los siguientes, creerías que no has comido aún ningún pescado. Porque es tal el esmero y el arte con que lo preparan todo los cocineros, que, devorados ya cuatro o cinco platos, aún puedes con otros más, y la saciedad no mata el apetito. Seducido el paladar por nuevos, condimentos, vas olvidando el sabor de lo anterior. Y como si estuvieras en ayunas, se excita de nuevo la voracidad con las salsas más extrañas. Claro que, al final y sin caer en la cuenta, va uno atiborrándose, aunque la variedad del menú alivie el empalago. Normalmente nos cansan los alimentos servidos al natural, tal como nos los da la tierra. Pero combinándolos de mil maneras se les quita el sabor que les dio el Creador, se excita la gula con sabores falsificados y se sobrepasa excesivamente la raya de lo necesario, e incluso la del deleite. 
  ¿Y quién es capaz de  escribir, sin aludir a otros platos, las más diversas maneras de componer o, mejor, de descomponer  unos simples huevos? Con qué escrúpulo se baten y se revuelven, se preparan para tomarlos pasados por agua, o se cuecen para comerlos duros, se salpican en trocitos, o se fríen, los meten al horno o los rellenan, los presentan solos o con guarnición. ¿Para qué tanto esmero sino para matar su monotonía? Tampoco descuidan su presentación en las fuentes, para que la vista pueda deleitarse también como después lo hará el paladar. Así, para cuando el estómago comienza a demostrar su saturación, ya los ojos han quedado satisfechos. Pero, a pesar de la vistosidad que ofrecen a las miradas y la seducción con que complacen al gusto, el pobre estómago, que no entiende de colores ni saborea los manjares, es condenado a recibir todo lo que le echen, y en su opresión se siente no precisamente satisfecho, sino como enterrado bajo la comida.

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XIX

Capítulo 19


       ¿Quién iba a pensar, cuando se instituyó el orden monástico, que se iba a llegar a semejante relajación? ¡Qué lejos nos encontramos de los monjes que vivieron en tiempos de Antonio! Cuando les llegaba el tiempo de visitarse unos a otros, impulsados por el amor, iban tan ávidos de compartir el pan del alma que, olvidándose de comer, se pasaban a veces el día en ayunas por enfrascarse de lleno en las cosas del espíritu. 
     Ellos sí que vivían la verdadera Regla, dándole prioridad a lo más noble. Ellos si que poseían la máxima discreción, entregándose a lo más importante. Ellos sí que amaban la verdad, saciándose con tanta ansia en sus almas, por cuyo amor había muerto Cristo. Pero nosotros, para decirlo con palabras del Apóstol: "Cuando nos reunimos, no lo hacemos para comer la cena del Señor". Ni uno siquiera pide el pan celestial, aunque tampoco encontraría quien se lo quisiera dar. Nadie conversa sobre las Escrituras, ni se alude para nada a la salvación del alma. Todo se reduce a chistes y frivolidades, risas y palabras que se lleva el viento. Y sentados a la mesa comemos como glotones, mientras los chistes acaparan toda nuestra atención y así nos olvidamos de la debida moderación a la hora de comer.